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Comunicación y notas.

martes, noviembre 21, 2006

Complaciente
La mañana estaba despejada y brillante. El calor pastoso del día anterior no se había retirado en toda la noche. El cuerpo, pegajoso de sudor, rechazaba las sábanas de lino blancas de la posada.
Se levantó a correr las cortinas para descansar un rato mas. El paisaje del otro lado del ventanal era una invitación al goce, que la tomó por la espalda en el momento en que se inclinó para mirar entre las delgadas maderas de la celosía. La mano que la sujetó fuerte a la altura del ombligo la estremeció. Una pierna separó sus muslos con firmeza mientras sentía rodar las gotas desde las axilas hacia la pelvis. Un beso húmedo en el cuello ácido la erizó por completo, al punto de aflojar sus músculos en un instante y rendirse.
La celebración del primer año de casados en un parador rústico de Buzios fue un regalo de su marido la noche anterior al vuelo. Emocionada por el viaje inminente, no pudo más que maldecirlo por la falta de tiempo para organizar el equipaje.
El lugar elegido tenía las comodidades ofrecidas en el folleto de promoción. Sólo la falta de aire acondicionado en las habitaciones podía ser motivo de disgusto en esa época del año. Decidieron pasarla por alto y disfrutar los cuatro días programados.
El conserje cerró la puerta del cuarto en el mismo instante en que Daniel rozó con sus dedos el hueco en el medio del pecho de Silvana, sin despegarle la mirada. Ella estaba ruborizada, atenta a las indicaciones del empleado que sonreía en complicidad con la situación.
Cuarenta minutos después se asomaron a la terraza que daba al mar.
Frente a ellos, tras las frondosas hojas que irrumpían desde todos los ángulos, la playa. El aroma intenso a tierra, a frutas, a selva proponía un afrodisíaco natural para el festejo. Bajaron por la escalinata de troncos, humedecidos por la regadera automática que intentaba refrescar el pasto de la recepción.
Descalzos como estaban, cubiertos por los trajes de baño y con una pequeña carterita en la mano de Silvana, caminaron abrazados por un rato. Se sentaron a almorzar en la barra que la posada tenía en la playa.
No dejaban de mirarse. Por debajo de la mesa, Daniel pasaba la punta de su pié por la entrepierna de su mujer, que permanecía quieta, entregada.
El encargado del parador se acercó a conversar. Los invitó con cachaça y frutos de mar recién sacados mientras les daba la bienvenida y se sentó al lado de la mujer.
Daniel acercó la bandeja a su esposa. Le dedicó una sonrisa leve y la sostuvo mientras ella demoraba en servirse. Ardía.
Cuando terminó de tragar esa gran bola pastosa sintió que comenzaba a transpirar de forma repentina y con olor. La previa de ese miedo fue en el momento de masticar los caparazones rosados y resistentes que crujían, expandiendo su carne blanda y amarga, aderezada con la acidez del limón. Odiaba los camarones, le daban impresión. Pero él seguía insistiendo que no había nada más sexy que verla comerlos.
Hacia el fin de la tarde se desató una tormenta tropical muy intensa. Corrieron los cincuenta metros que los separaban de la posada, pero al llegar Silvana se volvió unos pasos y levantó su cara. Los brazos en cruz, las palmas apuntando al cielo.
Permaneció unos minutos así, hasta que Daniel la llamó desde el ventanal de la habitación. Desnudo, excitado, urgido por su presencia.
Dos horas duró el diluvio. A las diez de la noche ya estaban vestidos para salir a cenar.
Sobre la cama, restos de un vestido ridículo hecho con gasa brillante.
Los tres días siguientes fueron iguales: camarones, asco, tormenta, placer, diluvio, sometimientos, más asco.
El bolso de mano estaba pesado. En el aeropuerto de Río de Janeiro se dejó manosear por su marido con el disimulo de siempre. Le dedicó un suspiro cuando la sentó sobre su miembro en el mullido sillón bajo del salón de preembarque.
En el baño intercambió sus ropas con una empleada de limpieza. Se maquilló exagerada, recogió su cabello y se ocultó tras los lentes comprados minutos antes en el freeshop.
Se asomó para confirmar que el camino estaba despejado.
Tomó aire y salió, derecha, en dirección contraria a donde la esperaba Daniel.
Al llegar al primer pasillo dejó escapar una lágrima. Detuvo su marcha y lloró, ahora si a libre caudal. Reposó su cuerpo contra una pared y se calmó, despacio.
Reinició su marcha.
Divisó a su marido, que se había levantado y parecía inquieto. Apuró el paso.
Al llegar a su lado, se sacó los lentes. Le dejó entrever su cuerpo desnudo bajo el uniforme ajeno y lo invitó a seguirla con una mueca.
Tenían media hora más antes de abordar el avión de regreso.

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