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Comunicación y notas.

martes, abril 11, 2006

30 años - Retiro (in)voluntario

Retiro (in)voluntario

Siempre conservo la costumbre de levantarme a las cinco de la mañana.
Aunque la actividad que desarrollo a esta edad no es la misma que antes, el despertar cuando todavía no clarea me da cierta sensación de intimidad que no deseo compartir. Nunca lo hice.
Con los primeros timbres de mi reloj paso por el baño y cierro con cuidado la puerta de la habitación. Mi mujer duerme, y aunque a veces abra un ojo lo hace sólo para desearme buenos días y darse vuelta en la cama.
El ritual es sistemático: apenas entro a la cocina en penumbras descorro las cortinas para dejar paso a la vista que me ofrece el gran ventanal que ocupa toda la pared del frente; me calzo la bata de abrigo sobre el pijama largo, pongo a calentar el café y sirvo mi bandeja de desayuno completo. Luego acomodo mi silla frente a la mesita donde mi mujer todos los días apoya la maceta, la misma que yo corro para desayunar mirando hacia fuera. Cuando el café está listo me siento y observo. Todas las mañanas lo mismo.
Como a esa hora todavía no han repartido los periódicos, prendo mi radio portátil y la dejo sobre la bandeja, con el volumen bajo, en alguna estación de AM zonal. No más que música clásica, salvo algunas interrupciones con reportes de último momento, pero que a esta hora son escasos.
Mi casa está sobre la Avenida Costanera, justo frente a uno de los miradores más concurridos por los turistas, en una zona muy bonita de la ciudad. Todo lo que desde allí se admira es de un verde tan intenso y variado que siempre se escucha a algún extraño comentando acerca de sus vocaciones de pintor. La verdad es que sería muy difícil reproducir la belleza de las barrancas cubiertas de plantas y pastos diversos, con las arboledas que despliegan explosiones de matices en islotes de bosques que se van haciendo cada vez más espaciados hasta llegar a la ribera de un río tan ancho como entreverado.
Es una casa amplia, en dos plantas, con la entrada sobre un pequeño parquecito que forma una loma, como anticipando la caída que desde allí se proyecta hacia las barrancas. La compramos hace mas de veinte años, cuando paseábamos un fin de semana largo en plan de mini turismo, y nos enamoramos de la zona. Fueron muchos los motivos que nos encantaron desde el mismo momento en que aspiramos el aire limpio del lugar, tan diferente a la ciudad cosmopolita y frenética a la que estábamos acostumbrados. La imposición de la naturaleza en cada rincón, que parece aún hoy retener a fuerza de la resistencia las invasiones de lo moderno. Y aunque se nota cada vez más cómo se van colando las modas y los indicadores del consumo, sobre todo por la tecnología instalada a cada paso, hay una sensación de pertenencia a pueblo que se erige como estandarte de esta forma de vida. Lo interesante del cambio que hicimos es que nunca nos sentimos extraños en el lugar. Desde el primer momento acompasamos nuestras actividades y nuestra forma de vida al ritmo propio del pueblo, y casi de manera automática nuestras memorias dejaron atrás los cuarenta años vividos entre bocinas y corridas, entre compromisos impostergables y horarios estipulados, para dar paso a la nueva forma, que sin duda nos sentó muy bien.
Mis actividades sufrieron el cambio de manera paulatina, y lo que en principio eran dos o tres viajes semanales a la ciudad para cumplir con compromisos contraídos, se fueron espaciando para establecernos ya en forma definitiva y viajar solo por cuestiones placenteras o de visita. En este proceso pudimos mantener la cordura tanto como nos fue posible, porque para dos personas típicas de ciudad el movimiento se nos mostró gratificante, pero con las dificultades propias de un traslado semejante.

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El silencio era su alimento en los últimos tiempos. El silencio y la soledad. El ámbito cuidadosamente forjado donde desplegar su cuerpo atlético ya venido a menos por los años, que aún seguía cultivando con rigor.
La penumbra era elegida como compañera muda de sus no-pensamientos, como la testigo y cómplice de la purificación impuesta en el atardecer de la vida.
No cabían palabras en esa atmósfera, y al no haberlas tampoco estaban la confrontaciones.
Era un estado ideal para quien, como él, había trasladado todo en un camión de mudanzas desde la ciudad, y se construía a si mismo en una nueva identidad.
Una pose serena y oculta, sólo amenazada por esa amargabilis trepadora y latente en vida propia que día a día le muerde las paredes internas con caninos ensangrentados en busca de más y más.
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En la soledad de mi desayuno no pienso.
Es una práctica que adquirí con gran esfuerzo, pero que a fuerza de constancia logré consolidar. Mi objetivo es disfrutar de ese tiempo para, con simpleza, observar.
Y ese ventanal inmenso que da marco al tiempo a solas colabora conmigo en esa tarea. No mezquina en silencios, en primeros piares, en azules que varían a verdes mientras termino mi primera taza, en tenues incursiones de iluminación solar a medida que se van despidiendo de a uno los clásicos faroles de hierro que adornan la barranca.
No miro la hora en el reloj, me basta con que aparezca pedaleando por el extremo izquierdo del marco de madera, allí abajo en la calle anterior al río, rápido y liviano, sin peso todavía en el gran canasto de mimbre que lleva adelante, el pibe que ayuda al panadero en los repartos de la mañana. Sucede un rato después de sentarme, ni bien termino de acomodar mi servilleta en la falda. Creo que silba, pero no estoy seguro. No me llega el sonido, sobre todo porque el ventanal es fijo y grueso.
Luego, ni los perros.
Apenas algún pájaro. Se irán despabilando de a uno, como con permiso del anterior.
Por un rato, el silencio y basta. Hasta que de lejos llega el motor del auto de un vecino que sale para el campo, a diario, y al pasar frente a mi casa apenas separa la mano derecha del volante y me saluda, inclinando a su vez la cabeza gentil y sonriente. No se cómo me descubrió en la oscuridad del ventanal, sin veladores ni tubos que me anuncien, pero desde hace dos o tres años sabe que estoy sentado a su paso. Es un compañero en las madrugadas, el trabajador que sale muy temprano, sigiloso y cordial. Otro espacio sin movimientos, hasta los primeros clareos, que traen de a uno a los muchachos y muchachas que salen a correr para ejercitarse, a los mayores que caminan, serios y reconcentrados, a paso apurado y de equipo deportivo, versión acorde a su edad de la misma gimnasia. Ya faltan minutos para las siete, y el día está instalado en mi gran pantalla. Los transeúntes ya me avistan, me saludan, me conocen. Y yo a ellos. El pueblo-ciudad tiene esas ventajas, todos sabemos quién es el que camina a nuestro lado, y quién el de la vereda de enfrente.
De ahí en más la mañana ya es vorágine. Los guardapolvos blancos y los vecinos que pasean a sus perros.
Ya mi mujer está a mi lado, sirviendo una taza de café para ella y otra para mí. Compartimos ahora la mesa y el diario, siempre tomo primero el suplemento deportivo.

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Las noticias suceden en el mundo exterior a estas cuatro paredes. El papel de diario es mi contacto con los hombres, por eso lo toco, le paso mi palma como acariciándolo. Toco la cara de los personajes de sus fotos, huelo la tinta que se impregna en el aire.
Leo absolutamente todo lo que sale publicado, hasta los avisos de quiebra y los remates judiciales. Y lo hago con gran fruición. Creo que no hay noticia o novedad de la cual no esté enterado.

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El uniforme de gala está colgado, impecable, en un extremo del vestidor. Protegido por una funda de lino blanca, almidonada y prolija, duerme pendiente de la misma percha desde hace muchos años.
Cada tanto, mi mujer le pide a la empleada que lo saque, lo ventile y lo planche al vapor.
Cuando lo veo desplegado en la mesada del lavadero me acerco, lo toco, lo apoyo sobre mi pecho, que se hincha y me yergue en un acto inconsciente. Lo único que no pude hacer nunca es acercarlo a mi cara para olerlo como hace uno con los objetos de afecto. Olerlo no.
Los últimos días me dediqué a tocarlo.
Mientras buscaba la ropa para ponerme luego de la ducha, levantaba la funda a escondidas y lo tocaba. Acariciaba la hilera de botones en cada puño y los miraba. Como si cada grabado en ellos me trajera una historia diferente.
Al menor ruido en la casa, abandonaba la tarea sin dejar rastros y seguía con mi vestuario del día, de todos los días: el pantalón deportivo, la remera blanca, las medias y las zapatillas de cuero, también blancas.
Bajo las escaleras, atravieso el jardín del fondo y entro al pequeño gimnasio que instaló mi hijo en el quincho. Nunca dejaré de agradecerle ese gesto, aunque se haga el desentendido y me reitere que es algo sin importancia. En ese lugar puedo estar hasta cerca del mediodía en compañía de mi música favorita y los ejercicios diarios.

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Rafael es nuestro único hijo. Dios así lo quiso.
Guié sus pasos hasta donde me fue posible. Luego siguió solo su camino, y hoy es un hombre respetable, indiscutido padre y buen esposo. Y mi gran orgullo.
El Liceo Militar lo formó en su temple, y luego obtuvo el título de Contador.
Su casamiento con Mercedes fue como lo soñamos siempre, y el nacimiento de Benjamín la gran bendición para la familia.

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Hay entretenimientos y obligaciones, pero he logrado imponerme las segundas sobre las otras. La rutina es mi mejor forma de mantener sano el equilibrio. Tantas veces intenté el "no hacer nada" aunque fuera por un rato, pero resultó imposible. No logro perderme en esos enormes sillones, ni entre las plantas, ni siquiera en la cama.
Cuando me abandono un instante las calderas de mi estómago se avivan, se ensanchan, me devuelven el último trago. Y surge ese olor que sólo yo percibo. Transpiran mis manos. La nuca tiende a endurecerse. Maldigo por dentro.
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Ansioso, Benjamín me había faxeado la misma invitación que tres días después llegó por correo.
Su padre llamó por teléfono, y con la voz llena de orgullo avisó que vendrían en el fin de semana.
El encuentro fue emotivo para todos. Mi hijo sonreía con nervios.
Benjamín, firme, casi dos metros, respetuoso, dejó asomar la inundación en sus ojos. La misma que yo contuve cuando, fundido en el abrazo con mi nieto, lo felicité por su primer escalafón apretándolo contra mi pecho.
Con un guiño, le tendí la mano y le entregué un estuche de terciopelo azul con el logotipo de las Fuerzas bordado en oro.
Adentro, mi regalo.
La medalla de mi graduación, diciembre de 1958.
Afuera el guardia de turno, un muchachito de veinte años, cumplía con su tarea.
El arresto domiciliario permitía las visitas de los familiares.

Excluído.

El hombre huele mal.
A decir verdad, muy mal.
Su pierna izquierda está llena de escaras desde la pantorrilla hasta el tobillo.
Al menos alguien se apiadó de él los últimos días y le aplicó un vendaje limpio.
Sentado en el umbral de Godoy Cruz y Güemes, con una muleta grasosa pero resistente a su lado, ve pasar las horas desde hace años.
Enfrente, en el costado del gran portón de los ferrocarriles, tiene su asqueroso y confortable colchón, la pila de diarios, latas, botellas y pertenencias. Es su casa.
Hay días en que saluda amable, y otros grita en un terrible estado, mezcla de alcohol y resignación patológica.
No sé su nombre, pero cualquiera le cabe bien.
Sólo imaginar uno y bautizarlo.
Conoce a cada comerciante, servidor, vecino; y todos lo conocen a él.
Lo saludan, lo esquivan, lo alimentan, lo eluden...
Diez años desde que transité por primera vez estas calles, los mismos años de su intemperie desoladora. Tal vez más.
Políticas sociales que aparecen como infografías. Números de resultado, ecuaciones que no lo incluyen.
Un baño, una porción de comida. Un reparo ante la inclemencia de este tiempo, que pasa de largo ante este Argento.
Uno más de nosotros, en versión borde-del-abismo al que nos asomamos todos los días, hasta terminar sentados a su lado el día que nos invite sin tanta cordialidad.