AELECOMUNICACION

Comunicación y notas.

miércoles, agosto 30, 2006

AZAR

La propuesta era, como siempre, de lo mas estúpida y previsible.
Nos encontraríamos a las ocho en lo de Eduardo, tomaríamos unas cervezas, a las nueve estaba citado Daniel. La reserva en el restaurante era para las 22 horas. Sabíamos de antemano el menú: entrada de fiambres, lomo mechado con guarnición y helado. La bebida era libre.
Partimos en cuatro autos, disfraz mediante de la consabida mujer ligera con medias de red y corsé rojo. Suerte para mi, el tanque de gas ocupa medio baúl, además de las innumerables cosas que guardo desde siempre allí dentro.
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- Este matambre es de cuarta.
- ¿Qué querés por dieciocho pesos?
- No se, bondiola aunque sea.
Las luces se apagaron, y un foco potente apuntaba a una esquina del salón. Una gran gorda con peluca irrumpió en el escenario. Era un hombre. Recitaba de forma muy graciosa una sarta de chistes desopilantes acerca de su condición, y al rato estábamos todos disfrutando del show, de su vestido de seda y su maquillaje exagerado.
El lomo tenía mejor aspecto que el plato anterior, y por momentos me sentía muy a gusto en un lugar repleto de gente que se divertía.
Los homenajeados fueron subiendo de a uno a la tarima, el animador se lucía con las ocurrencias y ellos contaban cuándo se casaban, cuántos años cumplían, de quién se habían divorciado. Luego participaron de un juego poco original en estos casos: el desfile de modelos. El premio era una caja de preservativos.
Mientras servían el postre seguí con la mirada a una mujer castaña.
Iría al baño, supuse.
Decidí partir tras ella y me paré.
El foco blanco, más potente ahora, bañó mi camisa. Me encegueció, me interpeló, me dejó desnudo de excusas ante la gran gorda, que corrió desde el escenario a tomar mi mano y arrastrarme con ella hasta esa cima. Lo único que escuchaba eran risas. Fuertes, burladas, carcajadas desprejuiciadas. Provenían de todos los rincones. La mesa de mis amigos parecía una jaula de hienas.
Comenzó a sonar una música lenta, conocida.
La gorda me apretó contra ella y, micrófono mediante, me cantaba a los gritos una canción de Pimpinela.
Transpiré, imposté una risa falsa. Quise acompañarla en la canción de letra ridícula, pero era peor.
Bajé del escenario en medio de aplausos y gritos.
Ya en la mesa, me acerqué a Horacio y le susurré al oído una puteada para descargarme.
La mujer castaña fijó la vista en mi al bajar las escaleras.
Sonreía.El show había terminado.

martes, agosto 29, 2006

Azar

La propuesta era, como siempre, de lo mas estúpida y previsible.
Nos encontraríamos a las ocho en lo de Eduardo, tomaríamos unas cervezas, a las nueve estaba citado Daniel. La reserva en el restaurante era para las 22 horas. Sabíamos de antemano el menú: entrada de fiambres, lomo mechado con guarnición y helado. La bebida era libre.
Partimos en cuatro autos, disfraz mediante de la consabida mujer ligera con medias de red y corsé rojo. Suerte para mi, el tanque de gas ocupa medio baúl, además de las innumerables cosas que guardo desde siempre allí dentro.
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- Este matambre es de cuarta.
- ¿Qué querés por dieciocho pesos?
- No se, bondiola aunque sea.
Las luces se apagaron, y un foco potente apuntaba a una esquina del salón. Una gran gorda con peluca irrumpió en el escenario. Era un hombre. Recitaba de forma muy graciosa una sarta de chistes desopilantes acerca de su condición, y al rato estábamos todos disfrutando del show, de su vestido de seda y su maquillaje exagerado.
El lomo tenía mejor aspecto que el plato anterior, y por momentos me sentía muy a gusto en un lugar repleto de gente que se divertía.
Los homenajeados fueron subiendo de a uno a la tarima, el animador se lucía con las ocurrencias y ellos contaban cuándo se casaban, cuántos años cumplían, de quién se habían divorciado. Luego participaron de un juego poco original en estos casos: el desfile de modelos. El premio era una caja de preservativos.
Mientras servían el postre seguí con la mirada a una mujer castaña.
Iría al baño, supuse.
Decidí partir tras ella y me paré.
El foco blanco, más potente ahora, bañó mi camisa. Me encegueció, me interpeló, me dejó desnudo de excusas ante la gran gorda, que corrió desde el escenario a tomar mi mano y arrastrarme con ella hasta esa cima. Lo único que escuchaba eran risas. Fuertes, burladas, carcajadas desprejuiciadas. Provenían de todos los rincones. La mesa de mis amigos parecía una jaula de hienas.
Comenzó a sonar una música lenta, conocida.
La gorda me apretó contra ella y, micrófono mediante, me cantaba a los gritos una canción de Pimpinela.
Transpiré, imposté una risa falsa. Quise acompañarla en la canción de letra ridícula, pero era peor.
Bajé del escenario en medio de aplausos y gritos.
Ya en la mesa, me acerqué a Horacio y le susurré al oído una puteada para descargarme.
La mujer castaña fijó la vista en mi al bajar las escaleras.
Sonreía.
El show había terminado.

Billete extra

La toalla húmeda verde clarito, alguna vez verde manzana, secó la gota rodante que venía en bajada por el pómulo cuando Mabel corría el cierre del bolso azul. Medianito el bolso, pero que prolijo guardaba, además de la toalla, la ropa, la botellita de agua mineral llena con agua de la canilla, el monedero, la fotocopia del documento y las llaves. Y un folletín de la Iglesia Jesús Mi Padre Bueno que le habían entregado la noche anterior cuando estuvo en el oficio. Habían pasado más de cuarenta minutos de su hora de salida del trabajo, pero la Señora se había retrasado un poco y Mabel tuvo que esperarla. Sabía de memoria los horarios del tren, y ya había perdido tres después del que tomaba siempre para volver a casa. Por suerte pudo avisar a su casa, para que no se preocuparan los chicos. Gabrielita, la más grande, quedó encargada de que sus hermanos hicieran la tarea de la escuela. La estación estaba repleta, y este horario parecía mucho más complicado que el de siempre para abordar los vagones. Eran ya las seis menos cuarto y el andén parecía explotar. Paciencia, como siempre. Las puertas del tren se apiñaron de gente en segundos, y Mabel quedó abajo sin poder trepar a la montaña humana. Otro tren más que se le iba. La señora le había dado cinco pesos más por la hora extra y estaba contenta. Faltaban quince minutos para el próximo arribo, y pensó en aprovechar el ratito comprando algunas cosas en la despensa, pero corría el riesgo de retrasarse y desistió. Se dio cuenta que tenía hambre cuando un hombre pasó con un alfajor en su mano, y movió la cabeza como espantando ideas. De a poco la gente se multiplicaba a su lado y ella trataba de distraerse. Miraba los zapatos, las bolsas, las caras. Cada vez menos lugar entre las personas. Vio el gran reloj que pendía de la pared. Tenía tiempo. Metió su mano en el bolso y tanteó el monederito. Sacó el billete extra y se acercó al puesto. Dudaba mucho mientras su voz, como ajena, pedía un choripán. Se le hinchaba la nariz mientras levantaba una tapa para ponerle chimichurri. Poquito – pensó, y pidió una coca. Tres pesos menos. Se dio vuelta para tomar posición. La multitud se había esfumado, y ella seguía con los ojos el rastro humeante del tren. Miró otra vez a su alrededor: un banco vacío, cómodo, testigo y cómplice de este lujo inesperado.

Billete extra

La toalla húmeda verde clarito, alguna vez verde manzana, secó la gota rodante que venía en bajada por el pómulo cuando Mabel corría el cierre del bolso azul. Medianito el bolso, pero que prolijo guardaba, además de la toalla, la ropa, la botellita de agua mineral llena con agua de la canilla, el monedero, la fotocopia del documento y las llaves. Y un folletín de la Iglesia Jesús Mi Padre Bueno que le habían entregado la noche anterior cuando estuvo en el oficio. Habían pasado más de cuarenta minutos de su hora de salida del trabajo, pero la Señora se había retrasado un poco y Mabel tuvo que esperarla. Sabía de memoria los horarios del tren, y ya había perdido tres después del que tomaba siempre para volver a casa. Por suerte pudo avisar a su casa, para que no se preocuparan los chicos. Gabrielita, la más grande, quedó encargada de que sus hermanos hicieran la tarea de la escuela. La estación estaba repleta, y este horario parecía mucho más complicado que el de siempre para abordar los vagones. Eran ya las seis menos cuarto y el andén parecía explotar. Paciencia, como siempre. Las puertas del tren se apiñaron de gente en segundos, y Mabel quedó abajo sin poder trepar a la montaña humana. Otro tren más que se le iba. La señora le había dado cinco pesos más por la hora extra y estaba contenta. Faltaban quince minutos para el próximo arribo, y pensó en aprovechar el ratito comprando algunas cosas en la despensa, pero corría el riesgo de retrasarse y desistió. Se dio cuenta que tenía hambre cuando un hombre pasó con un alfajor en su mano, y movió la cabeza como espantando ideas. De a poco la gente se multiplicaba a su lado y ella trataba de distraerse. Miraba los zapatos, las bolsas, las caras. Cada vez menos lugar entre las personas. Vio el gran reloj que pendía de la pared. Tenía tiempo. Metió su mano en el bolso y tanteó el monederito. Sacó el billete extra y se acercó al puesto. Dudaba mucho mientras su voz, como ajena, pedía un choripán. Se le hinchaba la nariz mientras levantaba una tapa para ponerle chimichurri. Poquito – pensó, y pidió una coca. Tres pesos menos. Se dio vuelta para tomar posición. La multitud se había esfumado, y ella seguía con los ojos el rastro humeante del tren. Miró otra vez a su alrededor: un banco vacío, cómodo, testigo y cómplice de este lujo inesperado.