AELECOMUNICACION

Comunicación y notas.

martes, agosto 29, 2006

Billete extra

La toalla húmeda verde clarito, alguna vez verde manzana, secó la gota rodante que venía en bajada por el pómulo cuando Mabel corría el cierre del bolso azul. Medianito el bolso, pero que prolijo guardaba, además de la toalla, la ropa, la botellita de agua mineral llena con agua de la canilla, el monedero, la fotocopia del documento y las llaves. Y un folletín de la Iglesia Jesús Mi Padre Bueno que le habían entregado la noche anterior cuando estuvo en el oficio. Habían pasado más de cuarenta minutos de su hora de salida del trabajo, pero la Señora se había retrasado un poco y Mabel tuvo que esperarla. Sabía de memoria los horarios del tren, y ya había perdido tres después del que tomaba siempre para volver a casa. Por suerte pudo avisar a su casa, para que no se preocuparan los chicos. Gabrielita, la más grande, quedó encargada de que sus hermanos hicieran la tarea de la escuela. La estación estaba repleta, y este horario parecía mucho más complicado que el de siempre para abordar los vagones. Eran ya las seis menos cuarto y el andén parecía explotar. Paciencia, como siempre. Las puertas del tren se apiñaron de gente en segundos, y Mabel quedó abajo sin poder trepar a la montaña humana. Otro tren más que se le iba. La señora le había dado cinco pesos más por la hora extra y estaba contenta. Faltaban quince minutos para el próximo arribo, y pensó en aprovechar el ratito comprando algunas cosas en la despensa, pero corría el riesgo de retrasarse y desistió. Se dio cuenta que tenía hambre cuando un hombre pasó con un alfajor en su mano, y movió la cabeza como espantando ideas. De a poco la gente se multiplicaba a su lado y ella trataba de distraerse. Miraba los zapatos, las bolsas, las caras. Cada vez menos lugar entre las personas. Vio el gran reloj que pendía de la pared. Tenía tiempo. Metió su mano en el bolso y tanteó el monederito. Sacó el billete extra y se acercó al puesto. Dudaba mucho mientras su voz, como ajena, pedía un choripán. Se le hinchaba la nariz mientras levantaba una tapa para ponerle chimichurri. Poquito – pensó, y pidió una coca. Tres pesos menos. Se dio vuelta para tomar posición. La multitud se había esfumado, y ella seguía con los ojos el rastro humeante del tren. Miró otra vez a su alrededor: un banco vacío, cómodo, testigo y cómplice de este lujo inesperado.