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Comunicación y notas.

martes, agosto 29, 2006

Azar

La propuesta era, como siempre, de lo mas estúpida y previsible.
Nos encontraríamos a las ocho en lo de Eduardo, tomaríamos unas cervezas, a las nueve estaba citado Daniel. La reserva en el restaurante era para las 22 horas. Sabíamos de antemano el menú: entrada de fiambres, lomo mechado con guarnición y helado. La bebida era libre.
Partimos en cuatro autos, disfraz mediante de la consabida mujer ligera con medias de red y corsé rojo. Suerte para mi, el tanque de gas ocupa medio baúl, además de las innumerables cosas que guardo desde siempre allí dentro.
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- Este matambre es de cuarta.
- ¿Qué querés por dieciocho pesos?
- No se, bondiola aunque sea.
Las luces se apagaron, y un foco potente apuntaba a una esquina del salón. Una gran gorda con peluca irrumpió en el escenario. Era un hombre. Recitaba de forma muy graciosa una sarta de chistes desopilantes acerca de su condición, y al rato estábamos todos disfrutando del show, de su vestido de seda y su maquillaje exagerado.
El lomo tenía mejor aspecto que el plato anterior, y por momentos me sentía muy a gusto en un lugar repleto de gente que se divertía.
Los homenajeados fueron subiendo de a uno a la tarima, el animador se lucía con las ocurrencias y ellos contaban cuándo se casaban, cuántos años cumplían, de quién se habían divorciado. Luego participaron de un juego poco original en estos casos: el desfile de modelos. El premio era una caja de preservativos.
Mientras servían el postre seguí con la mirada a una mujer castaña.
Iría al baño, supuse.
Decidí partir tras ella y me paré.
El foco blanco, más potente ahora, bañó mi camisa. Me encegueció, me interpeló, me dejó desnudo de excusas ante la gran gorda, que corrió desde el escenario a tomar mi mano y arrastrarme con ella hasta esa cima. Lo único que escuchaba eran risas. Fuertes, burladas, carcajadas desprejuiciadas. Provenían de todos los rincones. La mesa de mis amigos parecía una jaula de hienas.
Comenzó a sonar una música lenta, conocida.
La gorda me apretó contra ella y, micrófono mediante, me cantaba a los gritos una canción de Pimpinela.
Transpiré, imposté una risa falsa. Quise acompañarla en la canción de letra ridícula, pero era peor.
Bajé del escenario en medio de aplausos y gritos.
Ya en la mesa, me acerqué a Horacio y le susurré al oído una puteada para descargarme.
La mujer castaña fijó la vista en mi al bajar las escaleras.
Sonreía.
El show había terminado.